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momentos, cuando la sangre comienza a moverse, sirve de poco. Por otra parte, el Duque la ha visto bien
en el retrato que le ha hecho Boltraffio. Lástima que, para hacerla parecer más tímida, no se vean sus
bellísimos ojos. En el cuadro los mantiene bajos. Pero, por lo que me dicen, la doncella le ha gustado.
Desde luego, es muy sanguínea -continuó la Condesa-; basta ver el color rosa y rojo de sus mejillas y de
sus labios. Ahora, con el hecho de que debe partir, ya no cabe en sí.
-Os diré, querida Ludonia, que si la historia durara un poco más habría pedido al príncipe Alfonso, su
padre, que, por precaución, le hiciera aplicar de vez en cuando unas sanguijuelas o que le hicieran algunas
sangrías.
-Bueno... -repuso maliciosa la Condesa-, también yo, si estuviera esperando a irme a la cama con un
Duque así, necesitaría sangrías. Según dicen, es guapísimo, con largos cabellos rubios, grandes ojos
celestes y una tez rosada. ¿Qué más queréis? A mí me vendría muy bien probar un tipo así, aunque
generalmente prefiero los hombres más hechos y más machos, y él aún tiene poca barba y parece un poco
afeminado. Pero, como ya sabéis, de cuando en cuando se puede hacer una excepción -concluyó la
Condesa, que era conocida como una apasionada entendedora.
Así, charlando, las dos nobles damas se encaminaron, para vigilar de cerca la marcha de los trabajos,
hacia las salas donde los servidores extendían aceite de lino sobre la tela que envolvía los baúles, para
hacerla más resistente a la lluvia y a las salpicaduras del mar. En la ciudad, los representantes de los
Sforza fueron acomodados por todas partes. Los personajes más importantes se alojaban en el palacio real
de Castelnuovo, que desde hacía poco se había convertido en la nueva residencia real, o bien en la antigua
sede palaciega de Castel Capuano. Los de menor rango y los más jóvenes se instalaron en casas privadas
o en hosterías.
A su llegada los milaneses sorprendieron a la Corte y a toda la ciudad por la belleza y la elegancia de
sus hombres y mujeres, pero sobre todo por la inimaginable riqueza de su vestuario. Como era usual en
las relaciones entre los principados, todo se había estudiado meticulosamente con el fin de superar y
humillar a la Corte anfitriona, en este caso la de los aragoneses, ya por naturaleza un poco quisquillosos.
Algunos gentileshombres lombardos sólo en las mangas de la garnacha llevaban un tesoro en gemas
equivalente a siete mil ducados de oro. Esto fue lo que más irritó al príncipe Alfonso cuando, con cuatro
galeras, acudió a recibir las naves de sus huéspedes con el fin de escoltarlos hasta el palacio de
Castelnuovo para rendir homenaje al rey Fernando y a la reina Juana.
La envidia de los aragoneses pretendió enseguida una revancha ante la excesiva ostentación de riqueza
de los milaneses. El rey Fernando, no encontrando nada mejor para poner freno a las exhibiciones,
decretó que en la Corte no se lucirían vestidos lujosos o multicolores, debiéndose respetar el duelo por la
muerte de Hipólita, la madre de Isabel, fallecida pocos meses antes. Se proclamó obligatorio para todos el
traje negro de luto, con la excepción de los dos días de la boda.
Sin embargo, las fiestas eran continuas, especialmente en las moradas de los nobles, donde la decisión
real podía ser desatendida y cada uno era libre de vestirse como mejor creía. También bullía la vida
nocturna en las tabernas cerca del puerto y en el antiguo barrio de la Vicaria, que rodeaba Castel Capuino.
Aquí los jóvenes milaneses se encontraban con los nobles vástagos napolitanos para comer, beber, bailar
y jugar a las cartas o a los dados.
Los jóvenes diplomáticos del grupo de Milán, con sus damas acompañantes, estrecharon una buena
amistad con el conde Ridolfo da Pusterla, el joven marqués Ugoleto Crivelli, el conde Uberto dei
Pirovani, el marqués de Crema Michelangelo Zurla y el caballero de la Espuela de Oro Bartolomeo
Stampa, todos ellos jóvenes y brillantes, amigos del duque Gian Galeazzo. El grupillo se alojaba en el
convento de Sant'Arcangelo, a los pies de Castel Sant'Elmo, en medio de las verdes y famosas viñas del
Lacrima Christi, con una estupenda vista sobre el arco de mar. A lo lejos, de día y de noche, los destellos
del sol y de la luna sobre el agua hacían centellear aquel golfo encantador, entre las islas de Ischia y
Capri.
Generalmente por la tarde, en cuanto los compromisos de la Corte lo permitían, toda la cuadrilla iba a
la Taberna del Crispano, extramuros de Porta Capuana, en el Borgo Sant'Antonio, o bien al mesón del
Cerriglio, a Levante. Allí los amigos del joven Duque se entregaban a interminables partidas de dados y
de baseta con otros tantos disolutos jóvenes napolitanos. A menudo perdían grandes sumas y, cortos de
dinero, comenzaron a pedir préstamos a Moisés da Corteolana, el famoso usurero.
Noche tras noche la deuda contraída con él se hacía cada vez mayor. Al principio Moisés se conformó
con la palabra de los jóvenes, de los que no dudaba, pues eran los amigos de tan ilustre personaje, pero al
aumentar la suma el usurero estaba cada vez más intranquilo y, al final, pretendió un reconocimiento por
escrito de la deuda. Fue entonces cuando empezaron los problemas. Los cinco, insolentes por naturaleza y
descarados gracias a su confianza en la protección del Duque, comenzaron a buscar pretextos. No querían
reconocer por escrito su compromiso, sosteniendo que con los nobles de su rango era suficiente la palabra [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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